Aunque el anime se quedó corto en algunas áreas, siendo una producción de mediana calidad desarrollada a principios de los 2000, se convirtió en una de mis series favoritas. Tras leer el primer volumen del manga me he dado cuenta de que el anime atenuó algunos de los aspectos más hardcore de esta historia.
La narración sigue a Tatsuhiro Satou, un hombre de unos veintitantos que sufre una fobia social y que ha vivido como hikikomori durante cuatro años. Inspirado por una senpai del instituto, prefiere creerse la víctima de una conspiración vasta para borrar a la gente como él de la sociedad, lo que convenientemente le disuade de tratar de mejorar su situación. Un día, Misaki, una chica guapa que había aparecido antes para hacer proselitismo, se acerca a él y le ofrece curar su condición de hikikomori mediante una terapia. Aparte de eso, el chico que vive en el apartamento contiguo al de Satou resulta ser alguien a quien había salvado del acoso escolar en el instituto. Ese chico, Yamazaki, ha llenado su apartamento con manga y anime de calidad dudosa, y sobre todo de temática erótica. Juntos deciden vencer su situación económica miserable creando un videojuego erótico. La senpai del instituo, Hitomi, también aparece, pero de momento apenas afecta la trama. Hitomi es una chica atractiva y singular de la que el protagonista se enamoró, pero también resulta ser esquizotípica y sólo ha sobrevivido la vida adulta colocada la mayor parte del tiempo con ansiolíticos, narcóticos y pastillas para dormir.
En ambas versiones de la historia, Satou alucina que los objetos de su cuarto le hablan y hasta le riñen. En el manga las alucinaciones las provocan unas drogas. De manera más preocupante, el videojuego erótico que el protagonista y su amigo pretenden crear involucra a chicas menores de edad, un hecho que cambiaron o disfrazaron en el anime. Yamazaki le pasa dibujos de chicas de primaria desnudas para que se “inspire”, pero Satou va más allá y reúne de internet unos 30 gigas de fotos con niñas en varias etapas de desnudez. Satou llega al extremo de espiar y sacar fotos de niñas mientras salen del colegio. Sabe lo monstruoso que se ha vuelto, pero para él encaja, dado cuánto se odia a sí mismo.
Misaki, la chica que ofreció la terapia, se introduce como una especie de pixie dream girl, y acomoda de manera absurda las excentricidades de Satou. El autor podría haber seguido la ruta estúpida de convertir a Misaki en una figura angélica que se preocuparía por el protagonista de manera incondicional hasta que él consiguiera cambiar, pero en ese caso yo no estaría escribiendo esta reseña. La terapia que Misaki ha preparado es inepta a un grado risible, la clase de cosa que una adolescente aislada improvisaría. A través de varias pistas el lector se percata de que pocas cosas han ido bien en la vida de Misaki; en el anime descubres hasta qué extremo demasiado tarde para mis gustos, pero te percatas de que tiene una motivación sólida para involucrarse con Satou y esperar salvarlo. Además, ninguna de las versiones se corta de reflejar al protagonista como despreciable. Aparte del “complejo de Lolita”, miente de manera compulsiva para esconder su situación penosa. Y años atrás sólo salvó a su colega Yamazaki del acoso escolar porque quería impresionar a una chica, un hecho que tampoco puede admitir.
Me encanta el estilo artístico. Las expresiones extremas, en particular las del protagonista, enfatizan su ansiedad y desesperación. La versión en anime se queda corta en ese aspecto porque a la producción le faltó dinero. Pero tenían una canción tremenda para los créditos.
Admiro enormemente a los autores que crean narraciones audaces que no se doblegan ante nadie, en particular si son honestas en perjuicio propio, aunque algunos (o la mayoría) de los lectores pasaría de conocer al autor después. Y me identifico con el protagonista, claro; no tengo sitio en este mundo, no he podido mantener un trabajo durante más de un año y no consigo que la gente mire siquiera los libros que escribo. Pero no me he rebajado de momento a acosar a escolares.